miércoles, 2 de julio de 2014

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martes, 1 de julio de 2014

Individualismo, por Louis Simon

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lunes, 30 de junio de 2014

Autoridad y Dominación

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El falso principio de nuestra educación (Max Stirner)

Nuestra época pugna por encontrar la palabra que defina a su Espíritu; se suceden los nombres que pretenden ser el verdadero verbo. Por doquier reina en nuestro tiempo el más alegre desconcierto entre los diferentes partidos. Los aguiluchos del presente se agolpan en torno a la herencia descompuesta del pasado. Los cadáveres políticos, sociales, religiosos, artísticos y morales se amontonan ya por todas partes. Y si nadie los elimina de una vez para siempre seguirán infestando el aire y sofocando el aliento de los vivientes.

La época no hallará su justa palabra sin nuestro empeño, y todos debemos participar en ello. Pero, si tanto nos concierne, debemos preguntarnos, y con razón, qué se ha hecho y se piensa hacer de nosotros; debemos preguntarnos por esa educación con la que se nos pretende hacer capaces de crear aquella palabra. ¿Se educan a propósito nuestras disposiciones para que seamos creadores, o se nos trata puramente como criaturas cuya naturaleza no admite más que la doma? Es una cuestión tan crucial como sólo puedan serlo cualquiera de las cuestiones sociales y, más aún, es la más vital de todas ellas por cuanto las cuestiones sociales se asientan sobre aquella premisa. Sed algo más capaces y vuestras obras serán también más capaces; sed “cada uno de vosotros más pleno en sí mismo” y vuestra sociedad, vuestra vida comunitaria, será también más plena. De ahí que, por encima de todas las cosas, nos preocupe aquello que se hace de nosotros en la época de nuestra educación. De ahí que el problema de la educación sea una cuestión vital. Es algo que en nuestros días salta suficientemente a la vista, tanto más cuanto que desde hace años ese tema se debate con un ardor y una franqueza que sobrepasan con mucho -si más no, porque no se las tiene que ver con los obstáculos de un poder arbitrario- el de las controversias políticas. Un honorable veterano que, como el difunto profesor Krug, supo conservar su vigor y su ambición hasta una avanzada edad, el profesor Theodor Heinsius, ha tratado recientemente de avivar una vez más el interés por esta cuestión con un pequeño libelo. Lo titula “Concordato entre la escuela y la vida o la mediación entre el Humanismo y el Realismo, considerado desde un punto de vista nacional. Berlín 1842”. Dos son los partidos que pugnan por la victoria, recomendándonos cada uno de sus respectivos principios educativos como el mejor y más adaptado a nuestras necesidades: los Humanistas y los Realistas. Sin que pretenda desavenirse con unos o con otros, Heinsius discurre tan suave como conciliadoramente, creyendo mostrar lo justo de ambos principios y cometiendo, en realidad, la mayor injusticia al problema mismo al tratarlo con tal cortante perentoriedad. Ese escarnio contra el espíritu de la cuestión sigue siendo la irremediable herencia de todos los mediadores pusilánimes. Los “concordatos” no son más que recursos equívocos:

¡O el pro o el contra! ¡Franco como un hombre! Y sobre el estandarte: ¡Ser esclavo o ser libre! También los dioses descendieron del Olimpo, para luchar desde los bastiones de su partido.

Antes de llegar a sus propias propuestas, Heinsius expone una visión sucinta del desarrollo histórico desde la Reforma. El período comprendido entre la Reforma y la Revolución -lo que sin más fundamentos deseo suscribir, pues pienso desarrollarlo más detalladamente en otro lugar- se caracteriza por la relación entre quienes detentan la mayoría de edad y los que no la tienen, entre los dominantes y los servidores, entre los poderosos y los dominados y es, en suma, una época de servidumbre. Dejando al margen otras razones que pudieran justificar una superioridad, erigió la educación como la potestad de quien detentaba el poder sobre los débiles y desposeídos, convirtiéndose el sabio, fuera grande o mediocre, en el poderoso, fuerte e impositor: en una autoridad. No todos podían estar llamados a este poder y esta autoridad, y por ello tampoco la educación estaba destinada a todos, pues una educación general se contrapone a aquel principio. La educación proporciona la superioridad y convierte en señor: por eso en aquella época de señoría constituía un instrumento para el desempeño del poder. Tan sólo la revolución fue capaz de echar a pique la economía de señores y siervos, instaurando el principio vital: ¡Que cada cual sea su propio señor! A ello iba ligada la necesaria consecuencia de que la educación, la cual, ciertamente, proporciona el señorío, se convirtiera a partir de entonces en una educación universal, planteándose así la tarea de buscar una educación verdaderamente universal. La aspiración a esa formación universal que fuera accesible para todos tuvo que desembocar en una lucha contra la educación exclusivista tan tenaz- mente mantenida y, en este sentido, la Revolución también tuvo que desenfundar sus armas contra la aristocracia de la época de la Reforma.

La idea de una educación universal chocó con el principio de la formación exclusivista, desencadenándose una guerra y unas luchas que se han venido sucediendo, a lo largo de diferentes etapas y bajo las más diversas banderas, hasta nuestros días. Heinsius ha designado los campos litigiosos de este combate con los nombres de Realismo y Humanismo, nombres que conservaremos como los más idóneos por poco acertados que sean.

Hasta el siglo XVIII, en que la Ilustración comenzó a difundir sus luces, la llamada educación superior se encontraba, sin el menor veto, en manos de los humanistas y se basaba exclusivamente en la interpretación de los clásicos de la Antigüedad. Junto a ella existía otra educación que, aún apoyándose en el modelo de la Antigüedad, se basaba fundamentalmente en el estudio minucioso de la Biblia. Que en ambos casos se eligiera la mejor formación del mundo antiguo como única materia de enseñanza muestra cuán poco valor con cedía a la vida y cuán lejos nos hallábamos de crear las formas de la belleza a partir de nuestra propia originalidad y el contenido de la verdad a partir de nuestra propia razón. Forma y materia era algo que debíamos aprender, y no éramos por consiguiente, más que aprendices. Y así como el mundo antiguo señoreaba sobre nosotros a través de los clásicos y de la Biblia -lo que puede verificarse históricamente-, así también el señorío o la servidumbre se convirtieron en la esencia de toda nuestra actividad. Esas características propias de la época nos explican así por qué se aspiraba tan ingenuamente a la “educación superior” y se ponía tanto empeño en distinguirse mediante ella del pueblo común. Aquel que tenía formación se convertía por eso mismo en señor del inculto. Y una educación popular se consideraba impropia pues el pueblo debía permanecer, frente al señor culto, en la casta de los laicos, admirando y venerando el señorío ajeno. Fue así como el saber evolucionó, sobre la base del latín y el griego, al romanismo. Sin embargo, no pudo evitarse que esta educación cayese con el tiempo en lo puramente formal, ya fuera porque únicamente era capaz de conservar las puras formas, el simple esqueleto del arte y la literatura de una Antigüedad muerta y enterrada desde tiempos remotos, 0, sobre todo, porque el dominio sobre los demás hombres no podía conseguirse ni mantenerse más que a través de lo formal: sólo se requiere un cierto grado de habilidad espiritual para desempeñar la hegemonía sobre los inhábiles. La llamada educación superior era, por ese mismo motivo, una formación elegante, una sensus omnis elegantiae, una formación del gusto y del sentido de las formas que, a fortiriori, amenazaba con convertirse en una simple educación gramatical -la cual llegó a perfumar hasta tal punto la lengua alemana con las esencias del latium que incluso en nuestros días podemos admirar las más exquisitas construcciones sintácticas latinas en obras como la reciente “Historia del Estado pruso-brandenburgués. Un libro para todos”, de Zimmermann.

Fue a partir de la Ilustración cuando el espíritu de la oposición se alzó contra ese formalismo. Y fue entonces cuando la reivindicación de una formación humana accesible a todos se añadió al reconocimiento de los derechos inalienables y generales del hombre. La educación de los Humanistas mostraba claramente la ausencia de una formación real capaz de llegar a la propia vida, planteando así la necesidad de una educación práctica. Si se llegaba a introducir las materias de la vida en la escuela y ofrecer a través de ella algo que todos pudieran utilizar, si se conseguía atraer a todos a esta preparación para la vida y destinar la escuela a ella, también se volverían superfluos los señores sabios y su saber exclusivo, y el pueblo pondría fin a su condición de laico. Acabar con la casta de sacerdotes del saber y la del pueblo laico es el objetivo al que aspira el Realismo y la razón por la que éste deja a sus espaldas al Humanismo. La apropiación de las formas clásicas de la Antigüedacl comenzó a dejarse de lado y, con ello, el señorío de la autoridad perdió su nimbo. La época se insurgió contra el tradicional respeto por la sabiduría, como se rebeló contra todo tipo de veneración. El privilegio, fundamental de los sabios, la formación general se convirtió en un beneficio de todos. Y sin embargo, se preguntaban: ¿qué otra cosa es la formación general sino la facultad, por decirlo trivialmente, de “hablar sobre todas las cosas” o, por expresarlo más seriamente, de señorear sobre todas las materias? Se constató que la escuela no sólo estaba rezagada respecto de la vida por sustraerse al pueblo, sino también por haber omitido una formación universal en beneficio de la educación exclusiva, dejándose de fomentar en las escuelas el aprendizaje de toda una serie de materias que la vida misma nos imponía. Y en realidad, se pensaba, la escuela debe establecer las directrices de nuestra conciliación con todo lo que la vida nos depara, procurando que ninguno de los objetos con los que tengamos que encontrarnos en el futuro resulten completamente extraños y ajenos al ámbito de nuestro dominio. Por eso se trató con la mayor urgencia de llegar a una familiarización con las cosas y contextos del presente, adaptándose una pedagogía susceptible de aplicarse a todos, pues tenía que satisfacer la necesidad común a todos de reconocerse en el mundo y en la época. Y fue así cómo los fundamentos de los derechos humanos adquirieron vida y realidad en el campo de la pedagogía: la igualdad, en la medida en que aquella formación comprendía a todos, y la libertad, toda vez que el aprendizaje de materias útiles llevaba a la independencia y la autonomía.

Comprender lo pretérito, como enseña el Humanismo, y aprehender lo presente, como aspira el Realismo, no conduce conjuntamente sino al poder sobre lo temporal. Pero eterno, sólo lo es el Espíritu que se comprende a sí mismo. Por esa razón, la igualdad y la libertad no adquieren en aquellos más que una existencia subordinada. Por supuesto que sería posible la igualdad respecto del otro y la emancipación de su autoridad. Pero de la igualdad consigo mismo, de la igualación y conciliación de nuestro hombre temporal y eterno, de la elevación de nuestra naturalidad y espiritualidad, en suma, de la unidad y omnipotencia de nuestro Yo que se basta a sí mismo en la medida en que nada extraño deja fuera de sí, de todo eso apenas puede percibirse la menor alusión en aquel principio. Y si la libertad aparece en él, ciertamente, como la independencia frente a la autoridad, seguía vacía en cuanto a su autodeterminación y no suscitaba los actos de un hombre libre en sí ni la autorrevelación de un Espíritu irreverente rescatado de las fluctuaciones de la reflexión. El hombre formalmente cultivado ya no sobresaldría por encima de la superficie llana de la formación general como un ser “elevadamente civilizado” y un hombre “unilateralmente cultivado” (el cual, por supuesto, obtenía en calidad de tal, una incontestable dignidad, puesto que toda formación está destinada a florecer en las más diversas unilateralidades de la formación especializada); el que había sido formado de acuerdo con el principio del Realismo tampoco sobrepasaba la igual- dad respecto de otros y la libertad respecto de otros, no había superado, en fin al llamado “hombre práctico”. Es cierto que la vacua elegancia del humanista, del dandy, no podía evitar su fracaso; sólo el vencedor podía sacarle brillo al verdete de la materialidad, sin ser por ello más elevado que un insípido industrial. El dandismo y el industrialismo pugnan, en consecuencia, por conseguir el botín de encantadores muchachos y muchachas y truecan seductoramente sus aprestos: el dandy hace gala de su descarado cinismo, al tiempo que el industrial hace acto de presencia con su ropa inmaculada. En vano: la madera joven de la maza de armas del industrial acabará resquebrajando el reseco bastón del dandy. Mas, ¡ah! reseca o fresca, la madera seguirá siendo madera y la viva llama del Espíritu acaba consumiéndola en su fuego.

¿Y por qué tiene que sucumbir también el Realismo si, a fin de cuentas -para que iríamos a negarle esta cualidad-, ha adoptado precisamente todo lo que el Humanismo tenía de bueno? Pues no cabe duda de que es capaz de asimilar aquellos aspectos inalienables y verdaderos del Humanismo, de la formación formal, lo que viene facilitado por la ya posible cientificidad y consideración racional de todas las materias de enseñanza (podemos recordar, a modo de ilustración, las contribuciones de Becker en el terreno de la gramática alemana); y es gracias a esa significación que el Realismo puede aplastar a sus enemigos desde una sólida posición. En la medida en que el Realismo, lo mismo que el Humanismo, parten de que el objetivo de toda educación es la habilidad del hombre, coincidiendo ambos, por ejemplo, que debe lograrse la familiaridad lingüística con todos los giros del lenguaje, la familiaridad matemática con todos los giros de las demostraciones, etc., es decir en conseguir la maestría en el manejo de las cosas, un dominio, en fin, sobre ellas, no está descartado, ciertamente, que el Realismo se proponga como su último objetivo la formación del gusto y la actividad formadora, como de hecho sucede ya en parte. En efecto, todas las materias de la educación adquieren una dignidad solamente cuando los muchachos aprenden a hacer algo con ellas, a utilizarlas. Sólo debe enseñarse, en consecuencia, lo que es útil y provechoso, como desean los Realistas. Y en la formación, la generalización, la exposición, no debe buscarse más que el provecho, sin que nadie pueda eximir- se de esta exigencia humanista. Los Humanistas tienen razón al decir que lo fundamental es la educación formal, pero no la tienen al considerar que esta educación no tiene lugar en el dominio de todas y cada una de las materias. Los Realistas, por su parte, aciertan al considerar que en la escuela pueden tratarse todas las materias, pero hierran cuando no quieren comprender que la educación formal constituye el objetivo fundamental. Por esa razón, desmintiéndose a sí mismo y no entregándose a las seducciones materialistas, el Realismo podría superar a su contrincante, al tiempo que reconciliarse con él. ¿Por qué entonces nos seguimos enfrentando al Realismo?

¿Realmente ha desechado la corteza del viejo principio y se encuentra a la altura de nuestro tiempo? Es en virtud de esta pregunta que debemos emitir nuestro juicio: ¿Se adhiere el Realismo a la idea que nuestra época ha conquistado como su bien más dorado, o bien se mantiene estacionario en un lugar rezagado? Mas debe hacernos reflexionar ese inextirpable temor con que los Realistas se amedrentan ante la abstracción y la especulación, razón por la que mencionaré aquí algunos pasajes de Hensius que en este aspecto no transige con los inflexibles Realistas y me eximen de algunas acotaciones que resultarían baladíes. Así, en la página 9 escribe: “En las instituciones de enseñanza superior se oía hablar de los sistemas filosóficos de los griegos, de Aristóteles y Platón, así como de los modernos, de Kant, quien había señalado la indemostrabilidad de las ideas de Dios, de la libertad y la inmortalidad, de Fichte, quien había substituido la idea de Dios por la de un orden moral universal, de Schelling, Hegel, Herbart y Krause, y de todos los nombres de descubridores y reveladores de saberes supraterrenales. ¿Pero qué vamos a hacer, qué va a hacer la nación alemana -se decía- con esa cháchara idealista que ni pertenece a las ciencias empíricas y positivas, ni a la vida práctica, y ni siquiera es provechosa para el Estado? ¿De qué nos sirve ese oscuro saber que confunde el Espíritu de la época y sólo conduce al escepticismo, que sólo divide las almas y aleja a los discípulos de las cátedras de sus apóstoles, que no hace sino llenar de tinieblas nuestra lengua nacional al convertir los conceptos más transparentes del sano juicio humano en enigmas místicos? ¿Acaso es esta la sabiduría que convertirá nuestra juventud en hombres virtuosos, en reflexivos seres racionales, en responsables ciudadanos, en trabajadores útiles y diligentes en sus respectivas profesiones, en esposos amantes y padres celosos del bienestar hogareño?”. Y en la página 45 se dice: “Echemos una mirada a la filosofía y la teología, ensalzadas como las ciencias del pensamiento y la fe que proporcionan el bienestar del mundo. ¿Qué se ha hecho de ellas después de tantas disputas, desde que Leibniz y Lutero abrieran sus derroteros? El dualismo, el materialismo, el espiritualismo, el naturalismo, el panteismo, el realismo, el idealismo, el supernaturalismo, el racionalismo, el misticismo, y tantos y tantos ismos abstrusos de especulaciones y sentimientos extravagantes, ¿qué bendición han aportado al Estado, la Iglesia, las artes y la cultura del pueblo? Es cierto que el pensamiento y el saber han ampliado sus límites. ¿Pero, acaso se ha vuelto más claro el primero, más firme el segundo? La religión, en tanto que dogma, es más pura, pero la fe subjetiva es más confusa y débil, y sus fundamentos se han desmoronado, han crujido a los embates de la crítica y la hermeneútica, cuando no han sido degradados por la charlatanería y una farisea santidad falsa. ¿Y la Iglesia? ¡Ah! De su existencia no queda ya más que la división y la decrepitud! ¿No es eso cierto?” ¿Y por qué motivo se muestran los Realistas tan adversos hacia la filosofía? Porque desconocen su oficio y porque, en lugar de ensanchar sus límites, ponen todo su empeño en empequeñecerse. ¿Y a qué ese odio a la abstracción? Porque ellos mismos son abstractos, porque abstraen su propia plenitud, el impulso hacia la verdad redentora.

¿Es que queremos poner la pedagogía en manos de los filósofos? ¡Nada de eso! Se mostrarían lo suficientemente torpes en estas lides. Se la debe confiar solamente a quienes son más que filósofos y, por eso mismo, infinitamente más que los Humanistas y los Realistas. Estos últimos han intuido acertadamente que también los filósofos se precipitan a su fin, pero ni siquiera han sospechado que a su fin le seguirá un nuevo nacimiento: ellos hacen abstracción de la filosofía para buscar sus objetivos en el firmamento, saltan por encima de ella -para desplomarse en el abismo de su propia vacuidad. Ellos son, como el eterno judío, inmortales, mas no eternos. Sólo los filósofos pueden morir para hallar en la muerte su propia identidad; con ellos muere también el período de la Reforma, la época del saber. Sí, efectivamente, el saber mismo tiene que perecer para nacer de nuevo como voluntad. La libertad de pensamiento, de fe y de conciencia, esa deliciosa flor de tres siglos, regresará al regazo de la madre tierra para que la nueva libertad de la voluntad pueda nutrirse de sus más nobles sabías. El saber y su libertad fueron el ideal de aquella época que culminó definitivamente en los cielos de la filosofía: en su cumbre, el héroe se construirá su propia pira para entregarse en holocausto a su lugar eterno del Olimpo. Con la filosofía se cierra el período de nuestro pasado. Y los filósofos son los Rafaeles del período del pensamiento en los que el viejo principio llegó a la plenitud de su reluciente y ostentoso colorido, cuyo rejuvenecimiento lo convierte de un principio temporal en un principio eterno. Quien a partir de ahora pretenda conservar el saber, éste lo perderá; y quien, al contrario, renuncie a él, este lo obtendrá. Sólo los filósofos están llamados a esa renuncia y ese beneficio: son ellos quienes se encuentran ante el fuego ardiente, ellos quienes deben poner fuego a la corteza terrenal, lo mismo que el héroe desfallecido, para liberar el Espíritu imperecedero.

Debe hablarse de manera comprensible en la medida de lo posible. En ello reside precisamente el error de nuestro días: en que el saber no llega a su plenitud, ni alcanza la transparencia, y sigue siendo un saber material, formal, positivo, sin elevarse al saber absoluto, un saber, en fin, que nos lastra como un fardo. Del mismo modo debe abandonarse al olvido aquel pasado, debe sorberse el embriagador licor. de lo contrario no se llegará a sí mismo. Todo lo grande debe saber llegar a la muerte y elevarse con su propio fin; tan sólo el miserable acumula, cual un esclerótico funcionario imperial, actas sobre más actas, para presentarse a lo largo de siglos bajo la figura de delicadas porcelanas, como las imperecederas bagatelas chinas. El auténtico saber llega a su plenitud en el instante en que deja de ser saber para convertirse de nuevo en un instinto humano simple -la voluntad. Así, aquel que durante años haya reflexionado sobre su “oficio de ser hombre”, sumergirá en un mismo instante todas las cuitas y peregrinaciones de su indagación en un puro sentimiento, en un impulso progresivamente directriz en el que descubre aquél. El “oficio de ser hombre” que había buscado por los mil senderos y atajos de la reflexión se transforma, tan pronto se ha reconocido, en la llama de la voluntad moral, alumbrando el pecho de un hombre que ha recobrado la juventud y la ingenuidad, y no se devanea ya en la búsqueda.

Levántate alumno y baña sin descanso
el pecho de la tierra en los rayos de la aurora.


Ese es el fin, al tiempo que la perennidad, la eternidad del saber, un saber que, convertido nuevamente en algo simple e inmediato, brota y se revela de nuevo en cada acto y bajo una nueva forma como voluntad. La voluntad no es auténtica, por así decirlo, al salir de su casa, como quisieran hacernos creer los prácticos, y no basta con saltar por encima del querer-saber para hallarnos súbitamente en el medio de la voluntad. Es el saber mismo el que se consuma en la voluntad en el momento en que se desensorializa y se engendra a sí mismo en tanto que Espíritu “que crea su propio cuerpo”. Por eso toda educación que no parta de esa muerte y este vuelo celeste del saber adolecerá de la temporalidad, formalidad y materialidad del dandismo y el industrialismo. Un saber que no se clarifique y se concentre, prolongándose en el querer, en otras palabras, un saber que se contente con el puro tener y la propiedad, en lugar de conjugarse plenamente consigo mismo, de tal manera que el Yo, en su libre despliegue, no se vea obstaculizado por ningún fardo de haberes expandiéndose por el mundo con la frescura de sus sentidos, un saber, en fin, que no llega a ser personal, no proporciona más que un bagaje insuficiente para la vida. No se quiere llevarlo a la abstracción que, sin embargo, confiere la auténtica bendición a todo concreto saber: pues sólo por medio de ella se da muerte realmente a la materia transformándola en Espíritu, y sólo en virtud de ella el hombre alcanza su propia y última liberación. Sólo en la abstracción es posible la libertad. El hombre libre es aquel que supera 1o dado e integra nuevamente todo lo que se ha extrañado de é1 en la unidad de su Yo.

Si el impulso que guía nuestro tiempo, una vez conquistada la libertad del pensamiento, es su consecución hasta aquella plenitud en la que ella se convierte en libertad de la voluntad, el objetivo último de nuestra educación ya no puede ser, para cumplir esta libre voluntad, el simple saber, sino el querer que se engendra del saber; y la expresión explícita de aquello a lo que esta educación debe aspirar es: el hombre personal o libre. La verdad no consiste en otra cosa que en la revelación de sí mismo y a ello le corresponde, precisamente, la búsqueda de sí mismo, la liberación de todo lo ajeno, la más radical abstracción o descargo de toda autoridad, el renacer de la ingenuidad. Y este tipo de hombre auténtico no es el que proporciona la escuela; si en algún lugar existen hombres semejantes, lo será a pesar de la escuela. Esta nos convierte, eso sí, en dueños de las cosas, y en cualquiera de los casos, en dueños de nuestra propia naturaleza -pero no hace de nosotros naturalezas libres. Ningún saber por fundamental y extendido que sea, ninguna agudeza o ironía, ni ninguna astucia dialéctica nos ponen a salvo de la vulgaridad del pensar y el querer. No es realmente un mérito de la escuela el que no compartamos con ella el afán egoísta. Todos los tipos de envidia, todas las clases de usura, la avidez de puestos, la servidumbre mecánica el espíritu mediador, todo ello se remonta tanto al saber difundido cuanto a la elegante formación clásica, y si todas estas enseñanzas no llegan a ejercer la menor influencia en nuestra actuación moral, se debe a menudo al azar de haberlo dejado todo a la merced del olvido al no usarlo: uno se sacude así el polvo de las aulas. Y ello por la sola razón de que la educación se lleva a cabo únicamente en lo formal o lo material, cuando no en ambos a la vez en lugar de buscarse en la verdad, en la educación del verdadero hombre.

El Realismo supone ciertamente un avance, puesto que sólo pide a sus alumnos que comprendan y descubran aquello que aprenden; Diesterweg, por ejemplo, no se cansa de hablar sobre el “principio vivencial”; desde esta perspectiva, las materias de enseñanza por sí mismas no constituyen la verdad, sino algo positivo (entre lo que también se incluye la religión) que el alumno puede conjugar y sintetizar con la suma de sus restantes saberes positivos. Sin embargo, no existe ahí ninguna elevación por encima de la vivencia y la contemplación groseras, ni ningún estímulo para proseguir el desarrollo del Espíritu, adquirido precisamente a través de esta contemplación, y producir a partir de él o, en otras palabras, ser especulativo, lo cual significa prácticamente tanto como ser y actuar moralmente, Se conforman con educar gente razonable, pero no se proponen formar hombres racionales. Quedan satisfechos con comprender las cosas y lo dado, pero no parece incumbirles el saber comportarse. De esta suerte, se promueve el sentido por lo positivo, ya sea en su aspecto formal o, a su vez, en el material, y se enseña -adaptarse a lo positivo. Lo mismo que en otros terrenos, en la pedagogía tampoco se deja que la libertad llegue a irrumpir, que la fuerza de oposición tome la palabra; lo que se desea, por el contrario, es la subordinación. Tan sólo se tiende a un adiestramiento formal Y material; sólo son sabios los que salen de las huestes de los Humanistas; sólo son “ciudadanos útiles” los que salen de los aposentos de los Realistas -y unos como otros no son más que hombres subordinados. Se sofoca violentamente nuestro buen fondo de rebeldía y, con él, el desarrollo del saber hacia la libre voluntad.

El resultado al que lleva la vida escolar no es entonces otra cosa que el filisteismo. Así como de niños nos habituamos a las cosas que se nos presentan, así también nos familiarizamos y adaptamos posteriormente a la vida positiva y a la época, convirtiéndonos en sus esclavos y en lo que se ha dado en llamar ciudadanos honrados. ¿Dónde se fortalece el espíritu de la oposición, en lugar de la servidumbre que se ha ido alimentando hasta nuestros días? ¿Dónde se educa al hombre creador, en lugar del hombre estudioso? ¿Dónde el maestro se convierte en colaborador? ¿Y dónde se asume el saber en el momento en que se transforma en voluntad? ¿Dónde se erige como objetivo al hombre libre, en lugar de hacerlo con el hombre educado? Desgraciadamente eso sólo sucede en contados lugares. Y no obstante, debe generalizarse la idea de que la tarea más elevada de la humanidad no consiste en la formación, no consiste en civilizar sino en la autorealización. ¿Se perjudicará con ello la formación? Todo lo contrario: de la misma manera que tampoco renunciamos al libre pensamiento por incorporarlo a la libre voluntad. Cuando el hombre funda su dignidad en el sentimiento, el conocimiento y la realización de sí mismo, es decir en su sentimiento de sí, en su autoconsciencia y su libertad, entonces tiende por sí mismo a proscribir la ignorancia que convierte al objeto extraño y desconocido en un obstáculo y un límite de su autoconocimiento. Si, por el contrario, se lo forma, podrá adaptarse siempre y de la manera más sutil y formada a las circunstancias, pero sólo para convertirse en almas serviles. ¿Qué son en su mayor parte nuestros espirituales y educados sujetos? Nada más que ridículos propietarios de esclavos, cuando no simples esclavos.

Los Realistas pueden presumir de una superioridad, la de no formar simples sabios sino ciudadanos razonables y provechosos. Sí, su contraseña “Educar a todos en función de la vida práctica” podría ser el lema de toda nuestra época, de no concebirse esa praxis en el sentido más vulgar de la palabra. Pues la verdadera praxis no es la de abrirse paso por las sendas de la vida, y el saber tiene suficiente dignidad para que no sea simplemente utilizado a fin de conseguir los objetivos prácticos de la vida. Antes al contrario, la más elevada praxis es aquella por la que el hombre libre se revela a sí mismo, y el saber que asume su propia muerte es la libertad vivificadora. ¡La vida práctica! Se cree haberlo dicho todo con esas palabras y, sin embargo, los mismos animales llevan una vida práctica desde el momento en que, llegado su destete teórico, corretean por los bosques y praderas en busca del placer que proporciona el alimento o son unidos al yugo -de cualquier negocio. Un docto en el alma animal como Scheitling llevaría la semejanza más lejos todavía, extendiéndola hasta el terreno de la religión, como puede verse en su “Teoría del alma animal”, una obra sumamente instructiva por esa misma razón, pues llega a acercar hasta el máximo el animal al hombre civilizado, y el hombre civilizado al animal. La “educación para la vida práctica” no forma más que personas de principios, incapaces de pensar y actuar sino en función de máximas, pero no forma hombres principales. Tan sólo forja Espíritus legales, pero no libres. ¡Que distintos son aquellos hombres en los que la totalidad de su pensamiento y de su acción se mece en un constante movimiento y rejuvenecimiento! ¡Que diferentes de aquellos que se mantienen fíeles a sus convicciones! Pues las convicciones son inalterables, no pulsan más que la misma sangre renovada a través del corazón, acaban petrificándose en cuerpos rígidos y tienen algo, por mucho que hayan sido adquiridos y no meramente aprendidos, de positividad y dignidad sagradas, De ahí que la educación realista sea capaz de formar caracteres firmes, aplicados y saludables, hombres inamovibles, fieles corazones, cosa que para nuestra degenerada raza no deja de ser un bien inapreciable. Pero caracteres eternos, aquellos cuya firmeza no reside más que en el incesante raudal de su autocreación y sólo son eternos porque a cada instante se crean nuevamente a sí mismos, haciendo brotar sus manifestaciones temporales a partir de la fuerza, perennemente fresca y joven, de su eterno Espíritu, esos caracteres no los formará nunca semejante educación. Lo que se suele llamar un carácter sano no es, en el mejor de los casos, más que una personalidad petrificada para llegar a su plenitud de sí misma, tiene que llegar a ser, a su vez, sufriente, tiene que contracturarse y estremecerse en la radiante pasión de un incesante rejuvenecer y renacer.

Es así como las líneas radiales de toda educación convergen en un punto central que recibe el nombre de personalidad. El saber, por muy erudito o profundo, amplio y fundamental que pueda ser, sigue perseverando en su carácter de posesión, de propiedad, hasta que no llega a disolverse en el punto imperceptible del Yo, emanando omnipotentemente a partir de él como voluntad, como Espíritu suprasensible e ilimitado. Y el saber experimenta esta transformación cuando deja de depender de los objetos, cuando aparece como un saber de sí, o bien, si eso parece más inteligible, cuando se convierte en un saber de la Idea, en una autoconsciencia del Espíritu. Entonces se trueca, por así decirlo, en impulso, en instinto del Espíritu, en un saber sin conciencia del que todos podemos hacernos al menos una imagen comparándolo con tantas y tan amplias experiencias que se subliman en uno mismo en un sentimiento simple que llamamos tacto: todo el amplio saber que se ha desprendido de aquellas experiencias se concentra en un saber instantáneo que decide nuestros actos en un abrir y cerrar de ojos. Y es justamente a esa inmaterialidad a la que debe tender el saber, sacrificando sus partes mortales y convirtiéndose en inmortal -voluntad.

En esa cuestión, en el hecho de que el saber no se purifique en la voluntad, en la afirmación de sí, en la pura praxis, reside gran parte de la miseria de nuestra educación. Los Realistas intuyeron este vacío, pero tan sólo para llenarlo de manera mezquina con la formación de “hombres prácticos” carentes de ideas y de libertad. La mayor parte de los seminaristas son la corroboración viviente de esta desdichada orientación. La educación debe ser exactamente lo contrario, debe convertirse en personas y, aun partiendo del saber, debe tener siempre presente su esencia, es decir, que el saber nunca ha de ser una propiedad, un tener, sino el Yo mismo. En una palabra, no es el saber el que debe constituir el centro de la educación, sino la persona que alcanza el despliegue de sí misma; la pedagogía no ha de pretender civilizar a los hombres, sino formar personas libres, caracteres soberanos, y la voluntad, tan duramente oprimida hasta ahora, no debe debilitarse más. ¿Si no se atenúa el impulso del saber, por qué ha de reducirse el impulso de la voluntad? Y si se estimula aquél, con la misma razón debe estimularse éste. La arbitrariedad y la indisciplina del niño tienen los mismos derechos que su afán de saber. A éste se lo alimenta esmeradamente. ¡También debe fomentarse la fuerza natural de la voluntad, la oposición! Que el niño no aprenda a sentirse a sí mismo, significa que no aprende lo más esencial. ¡Que no se sofoque su orgullo, su libertad! Frente a su insolencia, ni propia libertad siempre queda a salvo. Pues si su orgullo se trueca en terquedad, si el niño pretende doblegarme yo, que soy tan libre como pueda serlo el niño, tampoco tengo por qué tolerarlo. ¿Pero significa eso que deberé defenderme utilizando el fácil instrumento de la autoridad? ¡De ningún modo! Pero le opondré la fuerza de mi libertad hasta que la terquedad del niño se rinda por sí misma. Un hombre entero no necesita ser -una autoridad. Y cuando la libertad se convierte en descaro pierde precisamente esa fuerza que caracteriza, por ejemplo, el dulce poder de una auténtica mujer, de su maternidad, o de un hombre firme. Se ha de ser muy débil para acudir en auxilio de la autoridad, y muy perverso para creer que el descaro puede corregirse por convertirlo en temor. Exigir el temor y el respeto son cosas que pertenecen a la época pasada del Rococó.

¿De qué nos lamentamos, pues, cuando nos referimos a los defectos de nuestra actual formación escolar? De que nuestras escuelas se asienten todavía sobre el viejo principio del saber sin voluntad. El nuevo principio, por el contrario, es el de la voluntad en tanto que purificación del saber. Por eso rechazamos todo tipo de “concordato entre la escuela y la vida” pues la escuela misma es la vida, y la autorevelación de la persona su tarea, tanto dentro como fuera de ella. La educación universal de la escuela debe ser una formación para la libertad, y no para la servidumbre. ¡Ser libres, esa es la verdadera vida! La constatación de la ausencia de vida que aquejaba al Humanísmo hubiera debido de conducir el Realismo a esta conclusión. Sin embargo, sólo se tuvo en cuenta que la formación humanista no capacitaba para la llamada vida práctica (burguesa, mas no personal) y, oponiéndose a la educación puramente formal, se orientó hacia una formación material, en la esperanza de que si daba a conocer las materias útiles para el intercambio social no sólo superaba el formalismo, sino que daba satisfacción a las más elevadas necesidades. Con todo, la educación práctica esta muy por detrás de la formación personal y libre, y si aquella proporciona la habilidad para abrirse paso en la vida, ésta confiere la fuerza, los fogosos destellos de una vida que se abre a partir de sí misma; si aquella prepara para que nos encontremos en el mundo de lo dado como en nuestra propia casa, ésta enseña a encontrarse consigo mismo como en su morada. No somos Todo cuando nos desplegamos como miembros útiles de la sociedad, pues únicamente podemos alcanzar esta plenitud cuando somos hombres libres, personas autocreadoras.

Si la idea y el impulso de nuestro tiempo es la libre voluntad, la pedagogía debe acoger la formación de la personalidad libre como su primer y último objetivo. Humanistas como Realistas se limitan al saber y, a lo sumo, se preocupan por la libertad del pensamiento, convirtiéndose en librepensadores a través de la libertad teórica. Con el saber, sin embargo, sólo somos libres interiormente (una libertad a la que por nada debemos renunciar), mientras que exteriormente podemos seguir siendo, con toda nuestra libertad de conciencia y de pensamiento, esclavos en la servidumbre. Y sin embargo, precisamente aquella libertad exterior para el saber constituye, para la voluntad, la libertad interior y verdadera, la libertad moral.

Y sólo en esta educación universal, en la que lo más bajo se conjuga con lo más elevado, hallamos la verdadera igualdad de Todos, la igualdad de las personas libres, sólo en la libertad es posible la igualdad.

Frente al Humanismo y el Realismo podemos llamarnos, si es un nombre lo que se desea, moralistas, pues nuestro objetivo es la formación moral. Con ello se objetará inmediatamente que no aspiramos a otra cosa que a una formación guiada por leyes morales positivas, cosa que, de hecho, ya se ha venido haciendo hasta nuestros días. Pero precisamente porque es lo que ha sucedido hasta ahora, son esas leyes las que descarto, y el hecho de que sólo deseo ver el despertar de la fuerza de oposición, y no la subyugación de la voluntad, sino su glorificación, debiera bastar para esclarecer esta diferencia. Y para distinguir todavía más los requisitos que hemos expuesto de las mejores aspiraciones de los Realistas, tal como aparecen, por ejemplo, en el recién aparecido programa de Dieterweg, en la página 36: “La insuficiencia de nuestras escuelas y de nuestra educación en general reside en el defecto de una formación del carácter. No educamos ningún tipo de carácter”, para distinguirlo claramente de esta perspectiva diré que aquello que necesitamos es una formación personal (no la acuñación de un carácter). Y si una vez más se desea agregar un -ismo a quienes siguen este principio, éste podría ser, en mi opinión, el de Personalismo.

Por esa razón, y para volver nuevamente a Heinsius, “el vívido deseo de la nación de que la escuela se aproxime a la vida” no podrá cumplirse sino cuando se encuentre la auténtica vida en la personalidad, la independencia y la libertad, pues quien aspire a estos objetivos no renunciará por ello a todo lo bueno que existe tanto en el Humanismo como en el Realismo, sino que ennoblecerá a ambos, elevándolos a una altura infinitamente mayor. Tampoco puede ponderarse el punto de vista nacional que detenta Heinsius como el justo, pues más bien lo es el punto de vista personal. Sólo el hombre libre y personal es un buen ciudadano (Realistas), e incluso careciendo de una cultura especial y erudita (filosófica, artística, etc.), será un juez de delicado gusto (Humanistas).

Si, finalmente, tuviera que expresar en pocas palabras el objetivo que nuestra época debe alcanzar, formularía el necesario fin de la ciencia exenta de voluntad y el auge de la voluntad autoconsciente que se consuma en el esplendor de la persona libre de la siguiente manera: ¡El saber tiene que perecer para que pueda renacer como voluntad que se engendra siempre de nuevo en tanto que persona libre!

Max Stirner

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viernes, 27 de junio de 2014

Individualismo, existencialismo y nihilismo sexual

Uno de los teóricos que marcaron el individualismo francés y, sin duda, uno de los más influyentes por su amplia red de contactos con el español fue Émile Armand. A pesar de ser el individualista francés con una de las obras más extensas y prolongadas a lo largo del tiempo, y de dirigir uno de los órganos de difusión más influyentes en el seno del anarquismo del siglo XX, L’en dehors, hoy en día es olvidado y marginado por el canon histórico y filosófico del propio anarquismo. Es poco citado y su obra teórica escasamente analizada, a pesar de ser, probablemente, el individualista que despliega con mayor profundidad las ideas estirnerianas y quien tiene capacidad de ejercer una gran influencia, especialmente entre las dos guerras mundiales, dentro del panorama del discurso individualista. Por otra parte, Armand es sobre todo conocido por ser el primer teórico, cuya ideología mantiene un estrecho lazo entre el discurso individualista y la cuestión sexual, de manera que la liberación sexual, desde su punto de vista, resulta ser la representación simbólica de la liberación individual. Este hecho, en una sociedad en la que la sexualidad aparece mediatizada por una cultura represiva, se convertirá en uno de los factores que harán del pensador francés una figura polémica en el seno del movimiento anarquista. Armand conjugará el pensamiento neomalthusiano de Paul Robin, el movimiento eugenésico de finales del siglo XIX y la práctica de un emergente naturismo nudista con la filosofía de Stirner. Y todo ello desde una óptica filosófica que irá preparando el terreno hacia el existencialismo de postguerra.

El 26 de marzo de 1872, Émile Armand, seudónimo de Ernest Lucien Juin, nació en el seno de una familia burguesa y progresista. Su padre participó en la Comuna de París y este hecho propició un breve exilio en Londres. En estas circunstancias, Ernest recibió una formación librepensadora desde casa y no fue escolarizado en el sistema educativo de la III República. Esta formación individualizada le permitió adquirir una sólida cultura cosmopolita y autodidacta, con un buen dominio de lenguas extranjeras. A pesar de este contexto laico y racionalista, y el sentimiento anticlerical de su padre, la lectura del Nuevo Testamento a la edad de dieciséis años lo cautivó y, dominado por un impulso religioso, comenzó un período de fervor cristiano. Fue en este momento cuando decidió consagrar la mayor parte de sus esfuerzos a colaborar con el movimiento del Ejército de Salvación, entre 1889 y 1897.

Sin embargo, a mediados de la década de los noventa, empezó a tomar contacto con las ideas anarquistas, especialmente desde el periódico Les Temps Noveuaux, de Jean Grave, y este contacto le llevó a persistir en su espíritu rebelde. Si bien antes ya se había rebelado contra las ideas de su padre, será en este período, durante los últimos años del siglo XIX, cuando empezará a rebelarse contra su identidad —adoptará entonces la de Armand—, contra su propio sentimiento religioso y contra las convenciones sociales, al abandonar a su esposa e iniciar una dinámica de promiscuidad sexual en círculos anarquistas reducidos, situación que más adelante definirá como camaradería amorosa.

Si bien, en un principio, su orientación resulta próxima a la del anarquismo cristiano tolstoiano, el contacto con Albert Libertad provoca un nuevo cambio de orientación, llevándole a participar en algunas experiencias de colonias libertarias, milieux libres, en las cuales tratará de poner en práctica su concepto de camaradería amorosa. La mayor parte de estas experiencias comunales acabó sin demasiado éxito. Será a partir de esta época cuando, y de manera definitiva, adopte las ideas individualistas e inice su actividad como editor de prensa libertaria. L’Ére Nouvelle (1901-1911), Hors du troupeau (1911), Par delà de la mêlée (1916), L’Unique (1945-1956) y sobre todo L’en dehors (1922-1939), publicación que se convertirá en un referente para todo el individualismo en la Europa de entreguerras. Paralelamente ejercerá de ensayista, de poeta y traductor. El conocimiento profundo de la obra de Stirner, los contactos personales o las influencias mutuas con otros individualistas, como el escritor y filósofo Han Ryner o el teórico y editor Benjamin R. Tucker, además de una personalidad extrovertida, le permitirán disfrutar de influencia entre los movimientos individualistas de otros países, como será el caso ibérico.

Su actitud iconoclasta y radical, especialmente por el acento puesto en la cuestión sexual, le comportará no ser demasiado apreciado entre el movimiento libertario francés, aunque le permitirá ser una figura conocida. Su coherencia antimilitarista, por otra parte, le llevará a ser partidario de la deserción e insumisión cuanto estalle la Primera Guerra Mundial y, por tanto, al igual que ocurrirá en la Segunda, entre 1940 y 1941, será internado en diversos campos de concentración. Esta actitud le supondrá el silenciamiento público y algunos años de reclusión penitenciaria, a la vez que le ayudará a ganar prestigio entre el movimiento obrero y el resto de individualistas. Fruto de ello será su participación en algunos artículos de la Encyclopédie Anarchiste y la gran influencia y la importante red de contactos que mantendrá más allá de las fronteras de su país. A pesar de la incalculable cantidad de artículos publicados en sus revistas, sus obras más importantes, en que se podía recoger la esencia de un pensamiento centrado en la defensa del amor libre, del naturismo o del movimiento a favor de las colonias individualistas son L’anarchisme individualiste (1916), Initiation individualiste anarchiste (1923) y La Révolution sexuelle et la camaraderie amoreuse (1934). Tras la Segunda Guerra Mundial, continuó su actividad hasta su muerte, a la edad de noventa años, en Rouen, el 19 de febrero de 1963.

Uno de los problemas principales a la hora de leer a Armand es la gran extensión de su obra. Como suele suceder en estos casos, la cantidad suele fundamentarse ocasionalmente en la reiteración de ideas y conceptos. Éste es un hecho habitual en los directores y editores de revistas, que reúnen artículos en libros, y luego estos libros son publicados en forma de capítulos reformados en panfletos o pequeños cuadernos. Sin embargo, las ideas de Armand giran alrededor de cuatro ejes principales. Se trataría de la propia definición armandiana de individualismo, la dinámica entre individuo y sociedad, la ética individualista y la eterna cuestión de la asociación entre individualistas.

Por lo que respecta al primer punto, Armand, pensador que conoce en profundidad la obra y la terminología de Stirner, y que mantiene contacto regular con Benjamin R. Tucker y los individualistas norteamericanos, ve el individualismo como la superación de la dimensión social, a partir de la voluntad individual, o de la dimensión vital de cada individuo que se autoafirma. En este aspecto, el «yo» aparecerá como el punto de partida de cualquier creación. Como resulta lógico, premisas como éstas serán las que tendrán más atractivo para los artistas modernistas. Armand considera que los individuos pueden sobrevivir sin la sociedad, pueden vivir aislados. En cambio, la sociedad no puede vivir sin individuos, sin su chispa creadora. En este sentido la sociedad siempre se aprovecha de la creatividad y talento de cada persona.

Como Stirner, el individualismo armandiano rechaza y hace patente su indiferencia ante cualquier hecho, idea o concepto presentado o consensuado como trascendente, como principio superior. Ya se trate de Dios, la ley o, muy especialmente para el discurso del pensador francés, la moral y el prejuicio. Es así como nos hallamos ante una filosofía subjetivista, en que las propias ideas, la propia experiencia vital permiten un cierto relativismo en el pensamiento. Si no existe ningún principio rígido que se encuentre por encima de todo, ello significa que toda norma, todo concepto puede ser relativo y asumido o no a partir del subjetivismo de cada uno.

Este relativismo se presenta como una reacción de la substancia (relativa) de cada individuo (principio vital) contra la formal (principio absoluto) y la convención (doctrina). Esta relación reactiva se traduce, pues, en una lucha contra lo comúnmente aceptado, contra toda doctrina rígida, contra los convencionalismos de la cotidianidad, asociada siempre al absoluto. Esta lucha entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo relativo y lo absoluto, entra la vida y la doctrina, es en el fondo una guerra contra la alienación que representan las convenciones que tratan de limitar al individuo. En esta situación en que el individuo y su entorno social mantienen características antagónicas —sujeto-objeto, relatividad-rigidez, voluntad-convenciones—, la función del individuo no debe consistir en renunciar a la sociedad ni en tratar de destruirla, sino más bien en usufructuarla, utilizarla en beneficio propio. Y esto solamente es posible a partir de dos premisas: por una parte, entendiendo que la vida, representada por el individuo, es del todo prioritaria respecto a un artefacto inanimado llamado sociedad; por otra, considerando que los individuos deben entregarse, día tras día, a una batalla contra la alienación que representan las doctrinas o todo aquello que se presenta como principio superior y trascendente.

El segundo eje alrededor del cual gira la teoría del individualista francés es un tema inherente a la totalidad del discurso individualista: se trata de la difícil relación dialéctica entre individuo y sociedad. Como podemos entrever, es el individuo quien debe aprovecharse de la sociedad, y no al revés. En la sociedad europea de principios de siglo, especialmente tras la dramática experiencia de la Gran Guerra, existe una percepción generalizada de que todo el mundo es utilizado por la religión, por el patriotismo o por sus ideas políticas. Y que en nombre de estos principios se acaba vertiendo mucha sangre, sin que nadie pueda tener la impresión de que ello haya servido para algo. La experiencia del terrible conflicto bélico, y de la sociedad anterior que la hizo posible, se convierte en un ejemplo magnífico para ilustrar la idea armandiana de que la autoridad, toda autoridad, representa en sí misma la opresión contra el individuo o la colectividad, puesto que recurre a la alienación psicológica o cultural para forzarlo o inducirlo a adquirir determinados hábitos mentales, maneras de pensar o de actuar.

Los resultados de esta alienación psicológica y cultural pueden ser diversos y complejos: la adquisición de prejuicios, la aceptación acrítica de la convención social, el dejarse guiar por la costumbre... Es así como explica Armand el fenómeno de la represión sexual, el miedo al propio cuerpo, la intolerancia o el desastroso patriotismo que llevó a los europeos a una guerra irracional. El pensamiento individualista, en cambio, debe ir en la dirección contraria. Debe dar la batalla contra esta alienación; debe deconstruir las doctrinas, desmontar los prejuicios, las ideas que han penetrado inconscientemente en las mentes por causa del acatamiento de ideas absolutas: Dios, el Estado, la moral, la religión... El individualista debe odiar la convención, la doctrina, toda idea acabada, rígida y sin discusión, debe elaborar y formular la crítica permanente contra toda verdad aceptada, poner en cuestión toda creencia y luchar contra todo aquello que represente la opresión colectiva contra el individuo, contra toda institución y contra toda persona que la represente. Es en este sentido que tenemos que leer su obsesión contra la moral, contra la política y contra la religión y sus ministros. El individualista, pues, debe experimentar una obsesiva sensación de rechazo intelectual y personal, una incompatibilidad existencial contra toda forma de autoridad, ya sea material o inmaterial.

El proceso de liberación, aquí, también es personal; se trata de autoliberación. El individuo es protagonista y timonel de su propia libertad. Esta autoliberación es la revuelta estirneriana, en el sentido de que el individualista no substituye unos principios o un sistema conceptual por otros, sino que destruye todas las ideas, todos los prejuicios, todas las costumbres, todo el pensamiento anterior; y de esta manera el individualista vive su libertad como una revuelta constante y provocadora contra los convencionalismos.

Para Armand, los individualistas, en su lucha contra una sociedad opresora, no deben combatirla directamente, no deben tratar de destruir sus estructuras objetivas de manera frontal, como tratan de hacer el resto de movimientos revolucionarios. Deben seguir una estrategia alternativa, consistente en minar los fundamentos éticos y culturales que son la fuente de legitimación del dominio psicológico y de la alienación de cada persona. Es decir, no se debe caer en la dinámica de las revoluciones clásicas, la experiencia de las cuales ya resulta bastante aleccionadora, sino poner el énfasis en la transformación profunda de las mentes.

videntemente, nos hallamos ante una revuelta no violenta, que no se preocupa por hacer política en la acepción más empobrecida de la palabra, sino que es una lucha básicamente educativa y, sobre todo, basada en el valor del ejemplo. Una vida personal equilibrada, el cultivo del arte, la sabiduría o los pequeños placeres individuales suponen la mejor carta de presentación del individualismo. El prestigio de figuras libertarias como Elisée Réclus o Han Ryner no se puede desligar de su personalidad y del valor de su vida cotidiana. En este sentido, y dado el interés individualista por borrar cualquier rastro de dominación o de autoridad, no se hablará de educación, palabra que comporta algunas connotaciones de desigualdad y jerarquía entre maestro y alumno, sino de iniciación. Los individualistas no deben ser educados, es decir, adoctrinados, sino iniciados (anárquicamente) a partir de ir probando la revolución, poco a poco, desde la experimentación personal, desde el ejemplo vital de otros individuos libres, desde la interrelación con otros círculos afines.

Esta actitud vital nos permite percibir el grado de escepticismo y desconfianza del individualismo respecto a las más que dudosas perspectivas revolucionarias. En este aspecto, la experiencia de la Revolución Rusa, que únicamente comporta un cambio de fórmula opresiva, entre un Estado zarista y otro soviético, resulta bastante clarificadora. Para Armand, el prejuicio, la convención social y la alienación psicológica que marca la dialéctica entre opresor y oprimido, resultan demasiado profundas para que se extingan espontáneamente. Mientras no cambien las mentalidades, la libertad, la sociedad libre, resultará una quimera. La transformación de las conciencias requiere mucho tiempo. Resulta inútil cualquier acción de fuerza que pretenda transformar la acción colectiva o individual. Solamente puede aspirarse a iluminar una masa que no puede concebir la vida sin autoridad.

La ética individualista puede resumirse, parafraseando a Oscar Wilde, en la fórmula: la vida por la vida. Si el principio básico del hombre es la búsqueda de su propia satisfacción, como coinciden, con medio siglo de diferencia Max Stirner y Sigmund Freud, el individuo queda legitimado para hallarla. La vida, sin dioses ni principios superiores y trascendentes, es breve, y hay, por tanto, que disfrutarla: ¡carpe diem! La visión hedonista de la existencia se impone entre los individualistas. De hecho, la mayor parte de los datos biográficos que pueden extraerse del propio Armand confirmarían una cierta coherencia entre ideas y acción.

Esta idea de la vida por la vida contrastaría flagrantemente con la filosofía vital del llamado socialismo científico. Para Armand el comunismo, tal como muestran las noticias y propaganda que llegan de la Unión Soviética, representa la encarnación laica del catolicismo. La doctrina política substituye a la religión; El Capital se convierte en una especie de sucedáneo de la Biblia; el estajanovismo substituye la moral de sacrificio, y finalmente, Marx, Lenin o Stalin se convierten en dioses o santos. Es más, esta filosofía, tanto la del socialismo científico como la del capitalismo, es juzgada desde la óptica nietzscheana de la moral de los esclavos. Los individuos libres, que no tienen que rendir cuentas a nadie, que no creen en nada, cuya única responsabilidad es la búsqueda del placer, representan la moral de los señores.

Como Stirner, Armand no cae en el debate teológico sobre la existencia o no de Dios. Permanece indiferente. Lo considera un estorbo, un referente inútil, que se debe ignorar para vivir. El individuo es el centro del universo, y debe procurar luchar o ignorar todo aquello que pretende interferir en su libertad y en su búsqueda del placer. La ética armandiana vive, pues, al margen de todos los dioses, de todos los símbolos de representación del poder, sean éstos sagrados o laicos. Su agnosticismo es más existencial que teórico o filosófico. No tiene ninguna preocupación teológica. Solamente existe el individuo, y el individuo está solo en el universo, por lo menos en su universo propio.

Coherentemente con este último punto, y con el tono escéptico y pesimista que domina la idea individualista, Armand niega, a diferencia de gran parte del movimiento anarquista, la existencia de ningún finalismo histórico. También niega la creencia en el progreso humano; considera que, mientras haya personas con voluntad de ser dominadas, todo progreso será siempre una pura ilusión, la ilusión de la libertad. La técnica podrá progresar; la sociedad, como estructura intrínsecamente dominadora, no podrá progresar nunca a no ser que desaparezca como tal y pase a ser substituida por una coalición de individuos libres.

Evidentemente, ésta será una ética nietzscheana, más allá del bien y del mal, una ética que contribuirá a la sensación de marginación y aislamiento de los individuos que pretendan seguirla. De hecho, las propias cabeceras de las revistas publicadas por el individualista francés expresarán inequívocamente este sentimiento de permanecer voluntariamente fuera de juego: L’en dehors, Le Réfractaire, Par delà la mêlée. Una ética que, además, requiere un ejercicio de subversión permanente; contra lo establecido, contra lo existente, contra las convenciones que encadenan y, muy especialmente, contra una ética cristiana fundamentada en el sacrificio y la renuncia. Es por ello que, desde un punto de vista estético, tanto las narraciones, como los escritos, como en la parte gráfica, existe una cierta tendencia a recrear un modelo pagano, más hedonista, más vitalista.

Esta visión del placer y del dolor nos permite entender mejor su concepto de amor libre. Éste no representa, para Armand, una especulación filosófica como pudo haberlo sido para Fourier, y deja de ser un matrimonio de facto no formalizado en la iglesia o los juzgados. El amor libre es la consecuencia lógica de las premisas anteriores. Es uno de los medios para obtener placer intenso, para gozar plenamente, más allá de toda norma, de todo convencionalismo y prejuicio. Todo vale para obtener placer.

La vida sexual, pues, no debe estar regulada por ningún agente externo ni por artefacto cultural ajeno a la ética individualista. La consecuencia de esta desregulación es la aceptación de relaciones heterogéneas, con una amplia gama de modalidades de relaciones amorosas, algunas de ellas descritas con detalle: el amor plural, la comunidad amorosa, la poligamia, la poliandria, la monogamia... La única condición y finalidad es que permita satisfacer al individuo que participa de ella. Se trata de un individualismo llevado al extremo, aplicado a la vida cotidiana; y de la misma manera que el individualismo puede caer en el ilegalismo, el amor plural, desregulado, puede llevar, como consecuencia lógica, al nihilismo sexual.

El cuarto eje de la ideología armandiana tiene que ver con la omnipresente y controvertida cuestión de la asociación entre individualistas. En este aspecto, como sucederá entre la mayor parte de individualistas, la clave radica en la manera de configurar la asociación de egoístas estirneriana. Armand toma como inspiración el contractualismo de los individualistas norteamericanos. La sociedad es el producto de la adición de individuos, y la mejor manera de administrar los esfuerzos comunes es mediante contratos circunstanciales, efímeros y flexibles que pueden hacerse y deshacerse unilateralmente cuando la voluntad de un individuo así lo determine. Es decir, un grupo de personas pueden unirse para editar una revista, para fundar una comuna, para aprender esperanto o para atracar un banco. Esta asociación no tiene por qué suponer un compromiso firme que deba ir más allá de la circunstancia que ha propiciado la unión, aunque, por otra parte, no existan los límites temporales o personales. Este contractualismo podría muy bien resumir los principios que rigen los grupos de afinidad que funcionarán para ejercer una gran multiplicidad de funciones y determinarán buena parte de la estructura organizativa del anarquismo, especialmente aquel que vive al margen del anarcosindicalismo.

El punto de partida, el principio básico desde el cual funciona cualquier contrato de asociación es el de la reciprocidad. Puede decirse que representa la condición, el lazo básico, la materia prima que se requiere en toda relación entre individuos libres. Una reciprocidad de acciones y favores mutuos. Una reciprocidad, sin embargo, que —a diferencia de la ayuda mutua de Kropotkin— requiere una situación de igualdad, de equidad entre los esfuerzos y que no va destinada a la creación de una sociedad más justa, sino a satisfacer las necesidades egoístas de sus componentes. Los individuos siempre se ven obligados a cooperar porque no son autosuficientes. La reciprocidad armandiana, pues, tiene su origen en el egoísmo.

Uno de los rasgos distintivos de todo el individualismo, que además lo distingue de otras ramas del anarquismo, es la cuestión de la propiedad. En este aspecto, el pensamiento de Armand no se aleja significativamente del de Stirner. Así, en la dialéctica entre propiedad e individuo, este último no diferencia en la propiedad entre el ser y el tener. Disponer de propiedades materiales e inmateriales, equivale, en cierto modo, a ser propietario de uno mismo, y ello es garantía de libertad. En este aspecto, como todo el movimiento individualista, Armand reconoce el derecho a la propiedad, el derecho a poseer, siempre y cuando esta propiedad no suponga una situación de preeminencia o de monopolio respecto al resto de individuos, es decir, que no suponga una situación de dominio respecto a los demás, y pueda limitar derechos ajenos. Esta idea de la propiedad, pues, entrará en conflicto con las ideas que sobre la propiedad defenderán los comunistas libertarios, y será motivo de algunas descalificaciones y enfrentamientos entre kropotkianos e individualistas, y más cuando Armand acepta que a esfuerzos de diversa magnitud corresponda un valor y un reconocimiento diferenciado. O lo que es lo mismo; sí a la libertad, aunque admitiendo la desigualdad.

Por otra parte, se rechaza también cualquier apriorismo asociativo, es decir, cualquier asociación en sí misma que no tenga las finalidades inmediatas de satisfacer las necesidades egoístas: las asociaciones políticas, culturales, religiosas o sindicales. Esta aversión por las organizaciones establecidas comportará un rechazo hacia los canales reivindicativos de los órganos anarquistas y una cierta automarginación, un voluntario vivir al margen individualista. Este hecho se corresponderá a su vez con una cierta fobia antiindividualista por buena parte del movimiento anarquista organizado, en especial por el anarcosindicalismo, sin que este teórico rechazo suponga negar la existencia de vías de comunicación, de influencia y de doble militancia en ambos bandos. Entre la prensa anarcosindicalista será perceptible la presencia de ideas y debates individualistas, y entre los individualistas hallaremos militantes anarcosindicalistas. Al fin y al cabo, el individualismo armandiano no muestra ninguna pretensión de convertirse en una doctrina inalterable que deba seguirse como si de un dogma de fe se tratara. Ello resultaría incompatible con su propia filosofía. El mismo Armand lo aceptaría, aunque críticamente, pues él considera que se debe exponer y proponer, mas nunca imponer.

Este asociacionismo flexible y relativo no supone en absoluto una aversión intrínseca a la relación entre personas, al contrario. El filósofo francés consideraría la idea de una federación de individualistas como un asociacionismo amplio, en el sentido de que iría más allá del concepto tradicional de asociación. No se trataría, como en los diversos intentos de la Internacional o la estrategia orgánica de anarcosindicalistas, de crear federaciones o confederaciones, sino de crear una red horizontal de asociaciones en el seno de un universo cultural, económico, intelectual o recreativo, espontáneo, libremente rescindible y autorregulado. Es decir, sin intervención estatal, sin la estructura clásica que trata de reproducir el Estado en cualquier asociación, y totalmente anacional, sin tener presente ninguna idea referente a las fronteras políticas, sociales o culturales de cada individuo. Se trata, pues, de un asociacionismo amplio, circunstancial, relativo, en el cual se sigue el principio estirneriano: el individuo, en última instancia, es quien se aprovecha de la asociación, no la asociación quien se aprovecha del individuo.

Gianfranco Berti considera que, en realidad, Armand no propone globalmente nuevas ideas. Únicamente se dedica a leer, revisar, corregir, ampliar, difundir y dotar de contenidos más tangibles las teorías de Stirner, y a anunciar, en el contexto de la sociedad de masas de entreguerras, que fuera del individuo no hay salvación.

X.D.

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lunes, 23 de junio de 2014

El Stirnerismo, por Émile Armand

Max Stirner vio la luz en Bayreuth (Baviera) el 25 de octubre de 1806. No fue un escritor de una fecundidad extraordinaria, pues los cuidados de la existencia le acapararon demasiado tiempo. De sus escritos, sólo uno se ha mantenido a flote, un volumen en el cual se entregó por entero, en el que expresó todo su pensamiento y procuró indicar un camino de salida a los hombres de su tiempo: El único y su propiedad.

Existe Stirner y su obra, existe El único y su propiedad y el “stirnerismo”. Ocurrió que al dirigirse a los hombres de su tiempo, Max Stirner se dirigió a los hombres de todos los tiempos, pero sin asumir el aire o gesto de profeta tronando teatralmente desde el fondo de su caverna que tan bien sabía arrogarse Nietzsche. Stirner no se presenta tampoco a nosotros como un profesor enseñando a sus alumnos: habla a todos los que quieren oírlo, tal como un conferenciante o como un conversador que ha reunido en torno suyo a un auditorio de todas las categorías, tanto de manuales como de intelectuales. Por esto, para comprender el alcance del stirnerismo, hay que suprimir de El único y su propiedad todo lo que es relativo a la época en que este libro fue escrito. Sin este trabajo preparatorio, corre el riesgo de asaltar al lector la tentación de que se halla en presencia de una confesión o de un testamento filosófico.

Hecha esta supresión, tiene uno ante sí un árbol robusto y bien plantado, una doctrina perfectamente coherente y ya no se sorprende uno de que hubiese dado origen a todo un movimiento. El stirnerismo considera que la unidad humana es la base y la explicación de la humanidad; sin lo humano no hay humanidad, la totalidad no se comprende más que por la unidad. Es lo mismo detenerse en seguida si uno no asimila estas premisas. Esta unidad sociológica no es un ser en transformación ni un superhombre, sino un hombre como tú y como yo que su determinismo impulsa a ser como debe, y como puede ser –nada más ni menos que lo que tiene fuerza o el poder de ser–. Pero el hombre que nosotros conocemos, ¿es lo que su determinismo quería? En otros términos: ¿es lo que debía y lo que podía ser? Ese hombre que tropezamos en los lugares de placer o de trabajo, ¿es un producto natural o una confección artificial, es voluntariamente el ejecutor del contrato social o no se aviene a él más que porque educación, prejuicios y convenciones de toda especie le atiborran el cráneo? Es este problema el que el stirnerismo va a tratar de resolver.

Primer tiempo. Para volver a poner al individuo en su determinismo natural, el stirnerismo empieza a conmover todos los pilares sobre los que el hombre de nuestro tiempo ha edificado su casucha de miembro de la Sociedad: Dios, Estado, Iglesia, religión, causa, moral, moralidad, libertad, justicia, bien público, abnegación, sacrificio, ley, derecho divino, derecho del pueblo, piedad, honor, patriotismo, justicia, jerarquía, verdad, en una palabra, los ideales de toda especie. Esos ideales, los del pasado como los del presente, son fantasmas emboscados en “todos los rincones” de su mentalidad, que se han apoderado de su cerebro, que se han instalado en él y que impiden al hombre seguir su determinismo egoísta.

Batiéndose en retirada unos tras otros los prejuicios-fantasmas y derrumbándose sucesivamente las columnas de su fe y de sus creencias, el individuo vuelve a hallarse solo. Al fin, es él, su Yo queda libre de toda la ganga que lo comprimía y que le impedía mostrarse tal cual es. Ha quedado hecha la tabla rasa, los nubarrones que oscurecían el horizonte han desaparecido, el sol brilla con todo su esplendor y el camino está libre. El individuo no conoce más que una causa: la suya, y esta causa no la basa sobre nada exterior, sobre ninguno de esos valores fantasmales de los cuales estaba antes atiborrado su cerebro. Es el egoísta en el sentido absoluto de la palabra: su potencia es en lo sucesivo su único recurso. Todas las reglas exteriores se han derrumbado; ha quedado libre de la opresión interior, mucho peor que el imperativo exterior; forzoso le es ahora buscar en sí sólo su regla y su ley. Es el único y se pertenece, en toda propiedad. No hay para él más que un derecho superior a todos los derechos: el derecho a su bienestar. “La aflicción debe desaparecer para dejar lugar a la satisfacción.”

Pensad adónde ha llegado el único. Ni una verdad existe fuera de él. No hace nada por el amor de Dios o de los hombres, sino por el amor de sí. No existe entre su prójimo y él más que una relación: la de la utilidad o la del beneficio. De él solo se derivan todo derecho y toda justicia. Lo que quiere es lo que es justo. Lejos, pues, de toda causa que no sea la suya. Es él mismo su causa y no es ni “bueno” ni “malo” (ésas son palabras). Declárase enemigo mortal del Estado y el adversario irrespetuoso de la propiedad legal.

Algunas citas sacadas de El único y su propiedad harán comprender que Stirner no ha perdonado nada y que ningún ídolo halló gracia ante sus ojos:

“Siempre se pone un nuevo amo en el lugar del antiguo, no se demuele sino para reconstruir y toda revolución es una restauración. Ésta es siempre la diferencia entre el joven y el viejo filisteo. La revolución comenzó como pequeña burguesa por la elevación del Tercer Estado, de la clase media, y sube como simiente sin haber salido de su trastienda.”

“Si os sucediera, aunque no fuese más que una vez, el ver claramente que el Dios, la ley, etc., no hacen sino importunaros, que os rebajan y os corrompen, es cierto que los arrojaríais lejos de vosotros, como los cristianos derribaron, en otro tiempo, las imágenes de Apolo y de Minerva y de la moral pagana.”

“En tanto quede en pie una sola institución que no esté permitido abolirla al individuo, el Yo está aún muy lejos de ser su propiedad y de ser autónomo.”

“La cultura me ha hecho PODEROSO, esto no admite tampoco duda alguna. Ella me ha dado un poder sobre todo lo que es fuerza, así también sobre los impulsos de mi naturaleza como sobre los asaltos y las violencias del mundo exterior. Sé que nada me obliga a dejarme constreñir por mis deseos, por mis apetitos y mis pasiones, y la cultura me ha dado con qué vencerles: soy su dueño.”

“Aquel que derriba una de sus BARRERAS puede haber mostrado con eso a los demás el camino y el procedimiento a seguir; pero el derribar sus BARRERAS sigue siendo la misión de los otros.”

“Nos contentamos durante mucho tiempo con la ilusión de poseer la verdad, sin que se le ocurriese al espíritu preguntarse seriamente si no sería necesario, antes de poseer la verdad, el ser uno mismo verdadero.”

“Aquel que para existir tiene que contar con la falta de voluntad de los demás, es buenamente un producto de aquellos otros, como el amo es un producto del servidor Si cesara la sumisión se habría acabado la dominación.”

“Para el hombre que piensa, la familia no es una potencia natural, y debe hacer abstracción de los padres, de los hermanos, de las hermanas, etc.”

¿A qué lugares empujará su determinismo al egoísta en el cual se hizo tabla rasa de los prejuicios-fantasmas? Y he aquí el segundo tiempo del stirnerismo.

Muy buenamente, hacia las riberas de la unión, de la asociación... Pero una unión contraída voluntariamente, una asociación de egoístas que no cultivarán el trato con los fantasmas del desinterés, del sacrificio, del desvelo, de la abnegación, etc. Una asociación de egoístas donde nuestra fuerza individual se acrecentará con todas las fuerzas individuales de nuestros coasociados, donde uno se consumirá y se servirá mutuamente alimentos. Una unión de la cual se servirá cada uno para sus propios fines, sin que os importune la obsesión “de los deberes sociales”. Una asociación que consideraréis como propiedad vuestra, como vuestra arma y como vuestra herramienta y que abandonaréis cuando ya no os sea útil.

Pero no os imaginéis que la asociación, si persiste el individuo en realizarse por medio de ella, no exige nada a cambio.

Evidentemente, la asociación stirneriana no se presenta como una potencia espiritual superior al espíritu del asociado –la asociación no existe sino por los asociados, pues es su creación–; pero he aquí: para que ella realice sus fines y para que cada cual se sustraiga “a la opresión inseparable de la vida en el Estado o en la sociedad” es preciso comprender bien que no faltarán en ella “las restricciones a la libertad y los obstáculos a la voluntad”. “Dando, dando.” Egoísta, amigo mío, tú consumirás a los demás egoístas, pero a condición de aceptar el servirles alimentos. En la asociación stirneriana se puede también sacrificarse a otros, pero no invocando el carácter sagrado de la Asociación; sencillamente porque puede seros agradable y natural el sacrificaros.

El stirnerismo reconoce que el Estado descansa sobre la esclavitud del trabajo; que el trabajo sea libre y el Estado queda destruido en seguida. Der Staat beruht auf der Sklaverei der Arbeit. Wird der Arbeit frei, so ist der Staat verloren: he ahí por qué el esfuerzo del trabajador debe tender a destruir el Estado o a pasarse sin él, lo que viene a ser lo mismo.

Tercer tiempo. Queda la forma en que el egoísta o la Asociación de los egoístas luchará contra los hábiles y los astutos que hacen uso de los fines de dominación y de explotación de los fantasmas que han tomado posesión de los cerebros de los hombres. El stirnerismo no pretende desempeñar el papel del Estado después de haberlo destruido o de haber proclamado su inutilidad y forzar a los que no lo quieren o no pueden a formar asociaciones de egoístas. El stirnerismo no preconiza la revolución. El stirnerismo no es sinónimo de mesianismo. Contra los que poseen y explotan hasta el punto de no dejar a los explotados ni pan que comer, ni lugar donde reposar su cabeza, ni de pagarles el salario íntegro de su esfuerzo, la insurrección es natural y conveniente la rebelión. Hay bienes improductivos al sol y cajas de caudales llenas hasta desbordarse. ¡Qué diablo! Y nada de sentimentalismo cuando se trata de afirmar su derecho individual o asociado al bienestar. El ego, guiado por la propia conciencia, no podría desembarazarse de escrúpulos que podían obsesionar a los hombres de cerebros habitados por fantasmas.

“La revolución ordena instituir e instaurar y la insurrección quiere que uno se subleve o que se eleve.”

“Yo doy vueltas a un peñasco que obstaculiza mi camino hasta que tenga bastante pólvora para hacerlo saltar; doy vueltas a las leyes de mi país en tanto no tenga la fuerza de destruirlas.”

“Un pueblo no podría ser libre sino a costa del individuo, pues su libertad no afecta más que a él y no es la emancipación del individuo; cuanto más libre es el pueblo, más sujeto está el individuo. Fue en la época de la mayor libertad cuando el pueblo griego estableció el ostracismo, expulsó a los ateos e hizo beber la cicuta al más probo de sus pensadores.”

“Dirigíos a vosotros mismos mejor que a vuestros dioses o a vuestros ídolos: descubrid en vosotros lo que está oculto, llevadlo a la luz y reveladlo.”


Tal es la esencia del mensaje que Max Stirner, entregándolo a los hombres de su tiempo, lo dirige a los hombres de todos los tiempos.

Hemos dicho que en Stirner había el hombre y la obra. Después de haber hablado de la doctrina, hablemos de su fundador. Stirner no es más que el nombre literario de Johann Caspar Schmidt y ese sobrenombre no es más que un apodo debido a la frente (Mina en alemán) desarrollada del autor, de El único y su propiedad y que él conservó para sus escritos. Uno de los episodios de la vida de Stirner que más retiene nuestra atención es su frecuentación, durante diez años, del club de los “Emancipados” (“Los Libres”), agrupación de intelectuales animados por las ideas liberales de los espíritus avanzados de antes de 1848. Se reunían en una cervecería y en la atmósfera llena de humo de las largas pipas de porcelana, discutían sobre toda clase de temas: teología (el libro de Strauss sobre Jesús acababa de aparecer entonces), literatura, política (la revolución del 48 estaba próxima). Fue en 1843 cuando Max Stirner, el hombre de aspecto impasible, de un carácter fuerte y concentrado en sí mismo, se casó en segundas nupcias con una mecklemburguesa, soñadora y sentimental, asidua también al club de los “Emancipados”, María Daehnhardt. Sin embargo, su unión no fue feliz. La incomprensión mutua de los dos esposos y las calumnias que insinuaban que Stirner buscaba una utilidad en este casamiento, por la dote de su mujer, ocasionaron la ruptura en 1845.


Stirner continuó produciendo. El único y su propiedad data de fines de 1844. Publicó sucesivamente de 1845 al 47 una traducción alemana de las obras maestras de J. B. Say y de Adam Smith con notas y observaciones en ocho volúmenes; en 1852, una historia de la reacción en dos volúmenes, toda de su pluma; en 1852 también, la traducción de un ensayo de J. B. Say sobre el capital y el interés, con observaciones... Después, ya no publicó nada. Sus últimos años fueron míseros. Reducido a ganar su pan como podía, aislado, encarcelado dos veces por deudas, sucumbió en 1856 a una infección carbonosa, en una casa de dormir. Nuevas indagaciones de mi amigo John- Henry Mackay, muerto en mayo de 1933, parecen atestiguar que el fin de su existencia no fue tan miserable ni estuvo tan desprovisto de amistad como se creyó en un principio.

Volvamos a la obra de Stirner. Uno de los pasajes más notables de El único y su propiedad es aquel donde define la burguesía con relación a los individuos sin posición social. Esta cita es la mejor respuesta que puede darse a los que ven en Stirner y sus continuadores a individualistas burgueses: “La burguesía se reconoce en que practica una moral estrechamente ligada a su esencia. Lo que exige ante todo es que se tenga una ocupación seria, una profesión honorable y una conducta moral. El caballero de industria, la ramera, el ladrón, el bandido y el asesino, el jugador y el bohemio son inmorales, y el buen burgués experimenta con respecto a esas ‘gentes sin costumbres’ la más viva repulsión. Lo que les falta a todos es esa especie de derecho de domicilio en la vida que proporcionan un comercio sólido, medios de existencia asegurados, rentas estables, etc.; como su vida no descansa sobre una base segura, pertenecen al clan de los ‘individuos’ peligrosos, al peligroso proletariado: son ‘particulares’ que no ofrecen ninguna garantía y que no tienen ‘nada que perder’ ni nada que arriesgar”.

“Toda vagancia desagrada al burgués, y existen vagabundos del espíritu que, ahogándose bajo el techo que abrigaba a sus padres, se van a buscar a lo lejos más aire y más espacio. En lugar de permanecer en el hogar familiar removiendo las cenizas de una opinión moderada, en lugar de tener por verdades indiscutibles lo que consoló y calmó a tantas generaciones anteriores a ellos, franquean la barrera que cierra el campo paterno y se van por los caminos audaces de la crítica, donde los lleva su indomable curiosidad de dudar. Esos extravagantes vagabundos entran también en la clase de las personas inquietas, inestables y sin reposo que son los proletarios, y cuando dejan sospechar su falta de domicilio moral se los llama ‘perturbadores’, ‘cabezas calientes’ y ‘exaltados’.”

“Podrían reunirse con el nombre de vagabundos conscientes a todos los que los burgueses tienen por sospechosos, hostiles o peligrosos.”

Stirner no ha descendido hacia el pueblo como los Bakunine, los Kropotkine y los Tolstoi, por ejemplo. No es un productor macizo, como Proudhon, de prejuicios de burgueses medios y generosos; no es un sabio como Reclus, doblado de un espíritu de bondad evangelista; ni un aristócrata como Nietzsche; es uno de nosotros. Es un hombre que jamás gozó de una posición segura y provechosa o desahogada. Conoció la necesidad de practicar los oficios más diversos para vivir. La gloria que circunda a los proscritos célebres, a los militantes revolucionarios o a los jefes de escuela, le fue desconocida. Tuvo que arreglárselas como podía y en lugar de las señales de consideración que la burguesía otorga, a pesar de todo, a ciertos ilustres revolucionarios, no recibió más que las repulsas con que ella agobia a los individuos sin situación y sin garantía.

Instruido por sus propias experiencias, Stirner trazó un retrato del burgués mucho más sorprendente que el que hizo más tarde Flaubert, que se situaba únicamente en el punto de vista estético. Para Stirner, la característica del mundo burgués es el poseer una ocupación seria, una profesión honorable, moralidad, en una palabra, lo que constituye un derecho de domicilio en la vida. El burgués puede ser obrero o rentista, llamarse republicano, radical, socialista, sindicalista, comunista, hasta anarquista; puede pertenecer a una Logia, a la Liga de los Derechos del Hombre, a un Comité electoral socialista y a una célula comunista; puede pagar también su cotización a un partido revolucionario. En tanto que su vida descanse sobre una base segura y en tanto que ofrezca garantías morales, burgués es y burgués sigue siendo.

En la misma Alemania, sólo al cabo de cincuenta años apareció una segunda edición de El único y su propiedad (1882). En 1893, la gran casa editorial Reklam, de Leipzig, editaba este libro en su Biblioteca Popular. Esto era hacerlo accesible a todos. En 1897, John-Henry Mackay, que tanto trabajó para hallar huellas de Stirner y disipar el misterio que envuelve su vida, publicaba la primera edición de Max Stirner, sein Leben und sein Werk. En Francia, El único y su propiedad aparecía en 1900 en dos traducciones, la de Robert L. Reclaire, en casa de Stock, y la de Henri Lasvigne en La Revue Blanche. (En 1894, Henri Albert había traducido una parte de la obra en el Mercure de France; un poco más tarde, Teodoro Randal había hecho lo mismo en las Charlas Políticas y Literarias y en el Magazine Internacional.) En 1902, era traducida al danés (con prefacio de Jorge Brandes) y al italiano (con prefacio de Ettore Zoccoli); en 1911 apareció una segunda edición italiana, que fue reimpresa en 1920. En 1907, precedida de un prefacio del autor de La filosofía del egoísmo, James Walker, aparecía una traducción inglesa por Steven T. Byintong, editada por Benjamin R. Tucker, con el título The Ego and his own. En 1912, El único y su propiedad había sido además traducido al ruso (se cuentan ocho ediciones de esta obra en esta lengua, la séptima traducida por Leo Kasarnowski y la última data de 1920), al español, al holandés y al sueco. En 1930, aparecieron dos traducciones japonesas, una de las cuales en edición económica, por J. Tsuji. Creo que existen traducciones de El único en otras lenguas. (He oído hablar de la traducción de El Único en diez y ocho lenguas, pero no pude comprobarlo.) Con el título de Kleinere Schriften (‘pequeños escritos’) John-Henry Mackay reunió los estudios, artículos, informaciones y respuestas de Stirner a sus críticos aparecidos de 1842 a 1848. Conozco una edición italiana de esta obra titulada Scritti minori. Traduje en L’en dehors la crítica muy interesante que Stirner hizo de Los misterios de París, de Eugenio Sue, y un extracto de El falso principio de nuestra educación.

Émile Armand

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lunes, 16 de junio de 2014

Crates: cínico

Nació en Tebas. Fue discípulo de Diógenes y también conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día fue a ver una tragedia de Eurípides y se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido como un mendigo y con una canasta en la mano. Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría entre quienes los quisieran los doscientos talentos de su herencia, y que desde ese momento le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos comenzaron a reír y se amontonaron frente a su casa; pero él se reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela y una alforja, y se fue.

Llegó a Atenas y anduvo vagando por las calles; para descansar apoyaba las espaldas contra las murallas, al lado de los excrementos. Puso en práctica todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que de ninguna manera el hombre es un caracol ni un crustáceo. Vivía entre la basura, completamente desnudo, recogiendo cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar su alforja. Solía decir que su alforja era una ciudad amplia y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía para su rey cantidad suficiente de tomillo, ajo, higos y pan. Así Crates llevaba su patria a cuestas y se alimentaba de ella.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse de ellos; tampoco le daba por insultar a los reyes. Desaprobaba la actitud de Diógenes, quien un día había gritado: «¡Hombres, acercaos!», y luego golpeó con su bastón a quienes habían acudido diciendo: «Llamé a hombres, no a excrementos.» Crates era tierno con la gente. Nada lo preocupaba. Se había acostumbrado a las llagas. Lamentaba no tener un cuerpo lo suficientemente flexible como para poder lamerlas, como hacen los perros. Deploraba también la necesidad de ingerir alimentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre debía bastarse a sí mismo, sin ninguna ayuda exterior. Por eso no iba en busca de agua para lavarse. Cuando la mugre lo incomodaba, se frotaba el cuerpo contra las murallas pues había observado que así proceden los asnos. Rara vez hablaba de los dioses: no le importaban; lo mismo le daba que los hubiera o no, pues sabía que nada podían hacerle. En todo caso, les reprochaba el haber hecho deliberadamente desdichado al hombre al ponerle la cara en dirección al cielo y privarlo de la facultad que poseen la mayor parte de los animales: la de caminar en cuatro patas. Dado que los dioses han decidido que para vivir hay que comer —pensaba Crates— tendrían que haber puesto la cara del hombre mirando al suelo, que es donde crecen las raíces: nadie puede alimentarse de aire o de estrellas.

La vida no fue generosa con él. A fuerza de exponer sus ojos al polvo acre del Ática, contrajo legañas. Una enfermedad desconocida de la piel lo cubrió de tumores. Se rascó con sus uñas, que no cortaba nunca, y observó que de ello sacaba un doble provecho pues, al mismo tiempo que las iba gastando, sentía alivio. Sus largos cabellos llegaron a parecerse a un felpudo, y los dispuso de manera que lo protegieran de la lluvia y del sol.

Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió palabras mordaces, pero lo consideró un espectador más, sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la muchedumbre. Crates no tenía opinión sobre los poderosos. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo le preocupaban los hombres y la manera de pasar la vida con la mayor sencillez posible. Las recriminaciones de Diógenes le causaban risa, lo mismo que sus pretensiones de reformar las costumbres. Crates se consideraba muy por encima de cuestiones tan vulgares. Transformaba la máxima inscrita en el frontispicio del templo de Delfos, y decía: «Vive tú mismo.» La idea de cualquier conocimiento le parecía absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su cuerpo con lo que éste necesitaba, tratando de reducirlas tanto como fuera posible. Diógenes mordía como los perros; Crates vivía como los perros.

Tuvo un discípulo llamado Metrocles. Era un joven rico de Maronea. Su hermana Hiparquia, bella y noble, se enamoró de Crates. Hay testimonios de que se sintió atraída por él y de que fue a buscarlo. Parece imposible, pero es cierto. Nada la desalentó: ni la suciedad del cínico, ni su pobreza absoluta, ni el horror de su vida pública. Él le previno que vivía como los perros, en las calles, y que buscaba huesos en los montones de basura. Le advirtió que nada de su vida en común sería ocultado y que la poseería públicamente cuando tuviera ganas, como los perros hacen con las perras. A Hiparquia eso no le extrañó. Cuando sus padres trataron de retenerla, ella amenazó con matarse. Le tuvieron piedad. Entonces abandonó el pueblo de Maronea, desnuda, con los cabellos sueltos, cubierta sólo con un viejo lienzo, y vivió con Crates, vestida igual que él. Se dice que tuvieron un hijo, Pasicles, pero no hay nada seguro al respecto.

Parece que esta Hiparquia fue buena y compasiva con los pobres. Acariciaba a los enfermos y lamía sin la menor repugnancia las heridas sangrantes de los que sufrían, covencida de que estas personas eran para ella lo que las ovejas son para las ovejas, lo que los perros son para los perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquia se acurrucaban contra los pobres y trataban de trasmitirles el calor de sus cuerpos. Les prestaban la ayuda muda que los animales se prestan unos a otros. No tenían preferencia por ninguno de los que se acercaban a ellos. Les bastaba con que fueran seres humanos.

Esto es todo lo que llegó a nosotros de la mujer de Crates; no sabemos cuándo ni cómo murió. Su hermano Metrocles admiraba a Crates y lo imitaba. Pero nunca tuvo tranquilidad: su salud estaba perturbada por flatulencias continuas, que no podía retener. Se desesperó y resolvió matarse. Crates se enteró de su desgracia y quiso consolarlo. Comió una buena cantidad de lupines y se fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era la vergüenza de su enfermedad lo que lo afligía tanto. Metrocles confesó que no podía soportar su desgracia. Entonces Crates, inflado por los lupines, soltó unos cuantos gases en presencia de su discípulo y le hizo ver que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo mal. Luego le reprochó que hubiese sentido vergüenza y le puso su propio ejemplo. Soltó después unos cuantos gases más, tomó a Metrocles de la mano y se lo llevó.

Los dos anduvieron mucho tiempo juntos por las calles de Atenas, seguramente con Hiparquia. Hablaban muy poco entre ellos. No sentían vergüenza por nada. Aunque revolvían los mismos montones de basura que los perros, éstos parecían respetarlos. Cabe pensar que, de haber estado muy hambrientos, se habrían peleado con ellos a dentelladas. Pero los biógrafos no mencionan nada por el estilo. Sabemos que Crates murió viejo; que terminó por quedarse en un mismo sitio, recostado bajo el alero de un galpón del Pireo donde los marineros guardaban los bultos del puerto; que dejó de vagar en busca de algo que roer; que no quería siquiera extender el brazo; y que un día lo encontraron desecado por el hambre.

Marcel Schwob

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